Ver a alguien hablar solo es una de las escenas más divertidas y, si se la mira bien, también de las más hondas. Hay algo profundamente humano en ese instante en que el lenguaje, sin público, se sostiene a sí mismo. De niño, teníamos en casa un gran teléfono negro de disco en una esquina del living. Cuando sonaba, se ponía en marcha toda una institución doméstica: la de atender el teléfono. Era un concierto de gritos que combinaba ruegos, excusas y pequeñas traiciones. Nadie quería hacerlo, pero todos se sentían moralmente obligados a justificar por qué no podían. “¡Teléfono!”, “¡Atendé vos!”, “¡Estoy ocupado!”, “¡Van a cortar!”, se oía desde los cuartos, en una especie de ópera de evasión.
Al mal tiempo: mares del lenguajeAquel día, mi padre (poco amigo de esas faenas) asumió la tarea. El teléfono seguía sonando con obstinación, y él se dirigía hacia el aparato con una lentitud casi ritual. Cuando por fin levantó el tubo, ya era tarde: del otro lado solo quedaba el tono apagado de la llamada perdida. Y entonces, sin saber que todos lo mirábamos desde distintos rincones, dijo: “Qué bárbaro, che. ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?”. No se dirigía a nadie y, sin embargo, todo sonó como si se respondiera a sí mismo. O al pobre iluso que quiso llamarnos.
Hablar solo, sin testigos, es una de las formas más altas y sanas del pensar. Hoy, cuando se rescata esa práctica bajo etiquetas de autoestima o programación positiva, se la reduce a una técnica. Pero su sentido verdadero está en otra parte: en la posibilidad de interrumpirse a tiempo, de escucharse, de pensar en voz alta sin que nadie lo pida.
Pensemos en esta escena: somos transportados a la Atenas del siglo V antes de Cristo y escuchamos el rumor de un pueblo que discute sin descanso. La ciudad es un coro de voces que debaten sobre la justicia, la belleza, el alma, el amor. Pero al prestar atención notamos que no todos discuten con otros: muchos hablan solos mientras pasean. Sócrates, por ejemplo, el más dialoguista de todos, lo hacía en ambos modos. Decía que dentro de él había una voz, su daimón, que lo acompañaba desde la infancia y que no le decía qué hacer, sino qué no debía hacer.
Descartes también murmuraba. Su biógrafo Adrien Baillet cuenta que solía encerrarse y se lo oía hablar como si conversara con alguien invisible. En sus Meditaciones, imagina al genio maligno, un espíritu engañador capaz de distorsionar todo lo que percibimos. A diferencia del daimón socrático, que orienta, el genio cartesiano confunde. Pero ambos coinciden en algo esencial: el pensamiento no es un flujo automático y único; es capaz de plegarse y ser crítico.
Michel Foucault sostuvo en su Historia de la locura que ese diálogo interior fue durante mucho tiempo signo de sabiduría y se volvió sospechoso. Hablar solo pasó a ser un síntoma de locura. A lo largo de los siglos, las voces interiores fueron cambiando de estatuto: de revelación a enfermedad, de sabiduría a síntoma, de compañía a sospecha. Jean Piaget (¡oui, messieurs, Piaget!) llegó a decir que el soliloquio infantil era una forma de inmadurez, algo que debía superarse. Pero Charles Fernyhough, en The Voices Within, hace una excelente historia del hablar solo y sostiene, palabras más, palabras menos, que la mente es una conversación polifónica entre voces que nos discuten, consuelan o acompañan.
Quizá sea la poesía la que mejor lo haya entendido bastante antes. Antonio Machado lo resume en un solo verso:
“Converso con el hombre que siempre va conmigo; quien habla solo espera hablar con Dios un día.”
Al mal tiempo: elogio del despisteCon esa línea devuelve al monólogo su rango más alto: el de la fe, no en una religión, sino en el acto mismo de escucharse. Hablar solo no es locura ni defecto, sino la manera más humana de mantener viva la conversación cuando el mundo no escucha.
Hoy no suena el teléfono negro. En el living de cualquier casa no suena. Atender es una decisión de cada uno; hablar es otra cosa. Vivimos una peligrosa paradoja de la conectividad: nunca estuvimos tan comunicados y, sin embargo, tan poco en diálogo; este es un lugar común de decir. Especialmente los chicos, que son nativos del gran “cono del silencio” de la era del celular. Hay aquí una alarma, contigua a las demás: que pierdan la costumbre de hablar y de escucharse, que crean que no son alguien con quien valga la pena conversar. Volver a enseñar (y aprender) a hablar solos es una urgencia extraña. Los chicos son educados en un mundo que sostiene que la felicidad está afuera, en las fachadas, digamos. Es fundamental que no lleguen tarde a sus propias verdaderas llamadas.